martes, 22 de febrero de 2011

Con Palabras - Roque Dalton

Ilustración: Tanya Miller

Con Palabras


El conocimiento completo del mundo de las palabras es imposible, por lo menos para la especie humana y a pesar de lo que insinúa la cibernética. No se sabe ni cómo empezar. La palabra “azul”, por ejemplo, bien puede ser roja o carmelita, en dependencia de estados de ánimo, condiciones climatológicas, plasticidad de la onda sonora o necesidades políticas. Una serie de palabras que no se pudo completar y que tipográficamente se resuelve en puntos suspensivos es el único argumento serio que se puede aportar para probar la existencia de Dios, aunque no necesariamente su salida de la infancia y la posesión de la sensatez que generalmente, muy a la ligera, se le supone. Hay doce palabras en el idioma pipil que producen limpieza del intestino, por no decir otra cosa, si se dicen en voz alta al tiempo de mirarse uno el ombligo alineado hacia el del firmamento. Es evidente que Lord Bertrand Russel no podrá nunca usar la palabras babarabatibiri, chivo o listín sin que todo el movimiento humanista reciba algo parecido a un impacto de bomba submarina. ¿Y qué es la onomatopeya sino una bomba alicate con la cual, después de sentarlas en el sillón del dentista y hacerlas abrir la boca, extraemos el alma de las cosas? Si tomamos las palabras “granada”, “rompedora”, “de”, “ochenta”, “y”, “un” y “milímetros”, y les atamos unos saquitos de pólvora a la cola antes de dejarlos deslizar por el tubo de un mortero adecuado, lo que cae unos cientos de metros delante de nosotros es el momento más agudo del brindis de “La Traviata”, a un volumen tal, que cualquier persona medianamente informada pènsaría que cayó del cielo el edificio completo del Metropolitan Opera House de Nueva York, partiéndose como un coco podrido y dejando escapar aquel escándalo. Hombre despalabrado no es sinónimo de mudo sino de zombie. Un poeta despalabrado puede seguir publicando libros en ediciones de lujo y dar cocktails para ir tirando en las páginas literarias, o ingresar incluso a las Academias o  a los clubs. Pero si Neruda -para citar un caso conocido- tiene algo de zombie a partir de Residencia en la Tierra, ¿cómo descubrir, reconocer, clasificar el virus de lo muerto, el perfil cadavérico en sus libros posteriores, la masa viscosa eliminable para aislar los elementos arquitectónicos que mantienen la fisiología de la locomoción y los desplantes respiratorios del muerto-vivo a quien la sal envenenaría; es decir, en fin, cómo diferenciar una palabra viva de una ya lista para el camposanto? Pues, como decía Enrique Muiño, cuando mueren las palabras comienza la música y ello es muy grave para quienes no somos inmunes a los dolores de cabeza de 70 amperios. Uno de los crímenes más abominables de la civilización occidental y la cultura cristiana ha consistido precisamente  en convencer a las grandes masas populares de que las palabras sólo son elementos significantes. Que la palabra cebolla sólo tiene sentido por la existencia de la cebolla y que la palabra oropéndola sólo vino al mundo para sintetizarnos un plumaje de noche y fuego, un vuelo modesto y un apetito especial para los plátanos maduros. Los chinos han dado otro trato a la palabra y ya se sabe con qué rapidez pasaron de las grandes hambrunas a la bomba de hidrógeno. Nadie bautiza a su hijo Sisebuto sin sentir los sítomas de la meningitis por algunos segundos. ¿Debemos acaso escapar por la tangente -que no sería sino una oscura reiteración de lo que se pretende negar o poner en duda- diciendo que se trata de un nombre que suena mal? ¿Por qué suena mal una palabra libre de significados tabú si no es por algo intrínseco a ella misma, a su corporeidad, a su ser, que es independiente de su función más común, la cual, por otra parte, no tiene necesariamente que ser la única, ni siquiera la principal?  No es obligatorio ponerse a temblar ante estos problemas, pero debemos reconocer que al aceptar la existencia de palabras que no se pueden decir de ninguna manera, establecemos un hecho gravísimo. De él, se me ocurre, podremos partir en fecha no lejana para marcar las limitaciones de la antimateria en física y de la nada en filosofía. Para que después no digan que los poetas pasan con la lira al hombro y el alba sobre el  labio, como decía Otto René Castillo que decía Werner Ovalle López, cosa que además, y no obstante la autoridad que tiene Otto ahora, no es del todo verdad. Se debe tener gran tino sin embargo para no caer en las trampas que nos tiende el enemigo, presente en este terreno como en todo lugar. Una de ellas es la que podríamos llamar “cortina-de-humo-con-substitución-de-función”. Es lo que se ha hecho con las pobres palabras “Sésamo” y “ábrete”, a las cuales simplemente se ha cambiado su oficio de significantes para convertirlas en llavines de cueva de ladrones, escamoteándosenos mientras tanto su verdadera esencia metafísica. Entre “ábrete” como llave y “ábrete” como tal, hay la misma distancia quer entre una venta de candados de medio pelo y la habitación de Kant en Koenisberg, y entre un “Sésamo” y otro “Sésamo”, la que existe entre Walt Disney y Picasso. Otra trampa sería la infamia esa de la “palabra de honor”. Lo que hay que tener es humildad, metodología de la desventaja, la más sutil de las canchas. No sabemos nada y somos orgullosos hasta morir. Deberíamos recordar lo que le pasó a Stalin por hacer de las palabras excepciones del materialismo dialéctico: de ahí la muerte de Babel, de ahí el naufragio-entre-témpanos de la Internacional, de ahí la prosa soviética contemporánea. Si se le hubiera hecho frente al problema con apasionamiento y coraje, otra y magnífica sería la situación. Habría bastado con comenzar a conocer verdaderamente las palabras, a organizarlas para el porvenir, a discutir con ellas sobre la libertad y, sobre todo, a separarlas de las cuasi-palabras, las anti-palabras, las palabras degeneradas (Ej: en El Salvador para decir “caldo” se dice “Calderón”, “sebo” se extravasa hacia “Sebastián” y “medallas” es lo mismo que”me das”, todo lo cual es la degeneración de las palabras pinta y parada, clavada, como diría Julio Cortazar) y las palabras muertas. Nada de cenits ni de nadires, nada de remordimientos al salir de los éxtasis: las palabras más bellas del mundo son: cinabrio, azafata, saudade, áloe, tendresse, carne, mutante, deprecantingly, melancolía, pezón, chupamiel y xilófono, y si he perdido el tiempo en declarar estas cosas porque luego se compruebe que nadie las ha entendido verdaderamente, ha sido en la forma que lo hicieron Jesucristo o Lenin, aceptar lo cual, por lo menos, me hará dormir tranquilamente esta noche. Si no me salen a última hora con que de todos me toca hacer la guardia.


Roque Dalton

No hay comentarios: