miércoles, 22 de agosto de 2007

El Grito - John Holloway

Ilustración: Casso

En el principio es el grito. Nosotros gritamos.
Cuando escribimos o cuando leemos, es fácil olvidar que en el principio no es el verbo sino el grito. Ante la mutilación de vidas humanas provocada por el capitalismo, un grito de tristeza, un grito de horror, un grito de rabia, un grito de rechazo: ¡NO!
El punto de partida de la reflexión teórica es la oposición, la negatividad, la lucha. El pensamiento de la ira, no d4e la quietud de la razón; no nace del hecho de sentarse, razonar y reflexionar sobre los misterios de la existencia, hecho que constituye la imagen convencional de lo que es "el pensador".
Empezamos desde la negación, desde la disonancia. La disonancia puede tomar muchas formas: la de un murmullo inarticulado de descontento, la de las lágrimas de frustración, la de un grito de furia, la de un rugido confiado. La de un desasosiego, una confusión, un anhelo o una vibración crítica.
Nuestra disonancia surge de nuestra experiencia, pero esa experiencia varía. A veces, es la experiencia directa de la explotación en la fábrica, de la opresión en el hogar, del estrés en la oficina, del hambre y la pobreza o la experiencia de la violencia o la discriminación. A veces lo que nos incita a la rabia es la experiencia menos directa de lo que percibimos a través de la televisión, los periódicos o los libros. Millones de niños viven en las calles. En algunas ciudades se asesina sistemáticamente a los niños de la calle como la única forma de reforzar el respeto por la propiedad privada. En 1998 los bienes de las 200 personas más ricas del mundo sumaban más que el ingreso total del 41 por ciento de la población mundial (constituida por 2.500 millones de personas). La brecha entre ricos y pobres se agranda, no sólo entre países sino al interior de los mismos. En 1960 los países con el quinto de personas más ricas del mundo contaban con uningreso per capita 30 veces mayor que el de aquellos con el quinto más pobre: para 1990 la proporción se había duplicado 60 a 1 y hacia 1995 llegaba a ser 74 a 1. El mercado de valores sube cada vez que aumenta el desempleo. Se encarcela a los estudiantes que luchan por la educación gratuita mientras que a los responsables activos de la miseria de millones de personas se los colma de honores y se les otorga títulos como los de general, secretario de defensa o presidente. Y la lista continúa. Nuestra furia cambia cada día de acuerdo con la última atrocidad. Es imposible leer el periódico sin sentir rabia, sin sentir dolor.
Confusamente, tal vez, sentimos que estos no son fenómenos aislados, que entre ellos existe una relación, que son parte de un mundo defectuoso, de un mundo que está equivocado en algún aspecto fundamental. Vemos cada vez más personas mendigando en la calle mi8entras que los mercados de valores rompen nuevos récords y que los salarios de los gerentes de las empresas se elevan a alturas vertiginosas, y sentimos que los horrores del mundo no son injusticias casuales sino parte de un sistema que está profundamente equivocado. Hasta las películas de Hollywood (quizás de manera sorprendente) casi siempre comienzan con la presentación de un mundo fundamentalmente injusto antes de continuar reafirmándonos (lo que resulta menos sorprendente) que la justicia para el individuo puede ganarse por medio del esfuerzo individual. Nuestra ira no se dirige sólo contra acontecimientos particulares sino contra una impostura más general, contra el sentimiento de que el mundo está transtornado, de que el mu7ndo es en alguna forma falso. Cuando experimentamos algo particularmente espantoso, levantamos horrorizados las manos y decimos: "¡No puede ser! ¡No puede ser!". Sabemos que es verdad, pero sentimos que es la verdad de un mundo falso.
¿Cómo sería un mundo verdadero? Podemos tener una idea vaga: sería un mundo de justicia, un mundo en el que las personas pudieran relacionarse entre sí como personas y no como cosas, un mundo en el cual las personas podrían decidir su propia vida. Pero no necesitamos tener una imagen de cómo sería un mundo verdadero para sentir que hay algo radicalmente equivocado en el mundo que existe. Sentir que el mundo está equivocado no significa, necesariamente, que tengamos cabal idea de una utopí que ocupe su lugar. Tampoco implica un romanticismo del tipo "algún día vendrá mi príncipe", ni la idea de que aunque las cosas están mal, en algún momento accederemos a unh mundo verdadero, a alguna tierra prometida, a un final feliz. No necesitamos la promesa de un final feliz para justificar el rechazo de un mundo que sentimos equivocado.
Este es nuestro punto de partida: el rechazo de un mundo al que sentimos equivocado, la negación de un mundo percibido como negativo. Debemos asirnos a esto.