A los setenta años, ya achacoso
sintió el maestro una gran ansia de paz.
moría la bondad en el país
y se iba haciendo fuerte la maldad.
Se abrochó los zapatos.
Empaquetó las cosas necesarias.
Pocas. Pero algo había que llevar.
La pipa en que fumaba cada noche.
El libro que leía a todas horas.
Algo de blanco pan.
Gozó mirando el valle, y lo olvidó
cuando la senda comenzó a ascender.
Rumiaba el buey, alegre, hierba fresca
mientras llevaba al viejo,
pues iba muy de prisa para él.
Caminó cuatro días entre peñas
hasta que un aduanero lo paró.
“¿Alguna cosa de valor?” “Ninguna”
“Es un maestro” dijo el joven guía
del buey. Y el aduanero comprendió.
Y el hombre, en un impulso afectuoso
aun preguntó: “¿Qué ha llegado a saber?”
Y el muchacho explicó: “Que el agua blanda
Hasta a la piedra dura acaba por vencer.
Lo duro pierde”
Aprovechando aquel atardecer,
tiró el guía del buey, siguiendo viaje.
Ya se perdían tras de un pino negro
cuando los alcanzó el buen aduanero,
les gritaba: “¡Esperádme¡”
“Dime otra vez eso del agua, anciano”
Se detuvo el maestro: “¿Te interesa?”
“Soy sólo un aduanero”, dijo el hombre,
“pero quiero saber quien vencerá.
Si tu lo sabes dímelo.
¡Escríbemelo! ¡Díctalo a este niño!
no lo reserves sólo para ti,
en casa te daré tinta y papel
y también de cenar. Yo vivo allí.
¿Aceptas mi propuesta?
Examinó el anciano al aduanero:
chaqueta remendada, sin zapatos,
viejo antes de llegar a la vejez.
No era precisamente un triunfador.
Murmuró: “¿Tú también?”
Había vivido demasiado para
no aceptar tan amable invitación.
“Quien pregunta merece una respuesta.
Parémonos aquí” dijo en voz alta.
“Hace ya frío”, el guía le apoyo.
Echó pie a tierra el sabio de su buey.
Escribieron durante siete días
alimentados por el aduanero.
Quien maldecía ahora en voz muy baja
a los contrabandistas.
Una mañana, al fin, ochenta y una
sentencias dió el muchacho al aduanero.
Y, agradeciéndole un pequeño don,
se perdieron tras el pino negro.
No es fácil encontrar tanta atención.
No celebremos, pues, tan sólo al sabio
cuyo nombre en el libro resplandece.
Al sabio hay que arrancarle su saber.
Al aduanero que se lo pidió
Demos gracias también.
sintió el maestro una gran ansia de paz.
moría la bondad en el país
y se iba haciendo fuerte la maldad.
Se abrochó los zapatos.
Empaquetó las cosas necesarias.
Pocas. Pero algo había que llevar.
La pipa en que fumaba cada noche.
El libro que leía a todas horas.
Algo de blanco pan.
Gozó mirando el valle, y lo olvidó
cuando la senda comenzó a ascender.
Rumiaba el buey, alegre, hierba fresca
mientras llevaba al viejo,
pues iba muy de prisa para él.
Caminó cuatro días entre peñas
hasta que un aduanero lo paró.
“¿Alguna cosa de valor?” “Ninguna”
“Es un maestro” dijo el joven guía
del buey. Y el aduanero comprendió.
Y el hombre, en un impulso afectuoso
aun preguntó: “¿Qué ha llegado a saber?”
Y el muchacho explicó: “Que el agua blanda
Hasta a la piedra dura acaba por vencer.
Lo duro pierde”
Aprovechando aquel atardecer,
tiró el guía del buey, siguiendo viaje.
Ya se perdían tras de un pino negro
cuando los alcanzó el buen aduanero,
les gritaba: “¡Esperádme¡”
“Dime otra vez eso del agua, anciano”
Se detuvo el maestro: “¿Te interesa?”
“Soy sólo un aduanero”, dijo el hombre,
“pero quiero saber quien vencerá.
Si tu lo sabes dímelo.
¡Escríbemelo! ¡Díctalo a este niño!
no lo reserves sólo para ti,
en casa te daré tinta y papel
y también de cenar. Yo vivo allí.
¿Aceptas mi propuesta?
Examinó el anciano al aduanero:
chaqueta remendada, sin zapatos,
viejo antes de llegar a la vejez.
No era precisamente un triunfador.
Murmuró: “¿Tú también?”
Había vivido demasiado para
no aceptar tan amable invitación.
“Quien pregunta merece una respuesta.
Parémonos aquí” dijo en voz alta.
“Hace ya frío”, el guía le apoyo.
Echó pie a tierra el sabio de su buey.
Escribieron durante siete días
alimentados por el aduanero.
Quien maldecía ahora en voz muy baja
a los contrabandistas.
Una mañana, al fin, ochenta y una
sentencias dió el muchacho al aduanero.
Y, agradeciéndole un pequeño don,
se perdieron tras el pino negro.
No es fácil encontrar tanta atención.
No celebremos, pues, tan sólo al sabio
cuyo nombre en el libro resplandece.
Al sabio hay que arrancarle su saber.
Al aduanero que se lo pidió
Demos gracias también.
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